Reseña: ‘The Brutalist’, la irregular epopeya que devuelve el cine



Título: The Brutalist
Dirección: Brady Corbet
País: Estados Unidos
Duración: 215 minutos
Fecha de estreno: enero, 2025
Sinopsis: Huyendo de la Europa de la posguerra, el visionario arquitecto László Toth llega a Estados Unidos para reconstruir su vida, su obra y su matrimonio con su esposa Erzsébet tras verse obligados a separarse durante la guerra a causa de los cambios de fronteras y regímenes. Solo y en un nuevo país totalmente desconocido para él, László se establece en Pensilvania, donde el adinerado y prominente empresario industrial Harrison Lee Van Buren reconoce su talento para la arquitectura. Pero amasar poder y forjarse un legado tiene su precio.

Hay películas destinadas a marcar una época. The Brutalist, que conmocionó en la Mostra de Venecia hace unos meses y acaba de arrasar en las nominaciones a los Oscar, se estrena en España con la sensación de que se trata de un evento, de que es una cinta que hay que vivir en las salas de cine. Lo hace, además, bajo un importante hito: se rodó en 32 días y con un presupuesto menor a los 10 millones de dólares. Puesto que, como se dice en la película, nada explica mejor un cubo que su diseño, las aspiraciones y el ingenio de Brady Corbet son fundamentales para entender la grandeza de The Brutalist. Sin embargo, da la impresión de que esta grandeza la lleva a navegar por ríos demasiado caudalosos, arriesgándose a perder a los espectadores en ellos.

El intento de epopeya de Brady Corbet es un impresionante filme de más de tres horas y media de duración que está dividido en dos bloques separados por un intermedio de quince minutos. Se encuentra rodado en 70 mm y VistaVision, y cuenta la historia de László Toth (Adrien Brody), un judío húngaro que huye de la Europa fascista para tratar de reconstruir su vida en Estados Unidos. Allí, mientras espera a volver a reunirse con su esposa Erzsébet (Felicity Jones), quien todavía no ha podido escapar hacia el continente americano, el empresario Harrison Lee Van Buren (Guy Pearce) ve a László Toth como el talentoso arquitecto que siempre ha sido.

Desde los créditos iniciales del largometraje se percibe que estamos ante otro tipo de cine: uno más enorme, más poderoso, más majestuoso. Un cine difícil de encontrar hoy en las salas y por el que merece la pena volver a llenarlas como antaño. La primera mitad de la película así lo demuestra, con una colosal interpretación de Adrien Brody que no solo reafirma su maestría para el oficio, también la leyenda en la que se ha convertido. Brady Corbet, con la ayuda de Mona Fastvold en el guion, se deja el alma en un comienzo apasionante para poner de manifiesto las cosas gloriosas que se pueden hacer en la gran pantalla. Cuánta miseria y belleza orbitando alrededor de una misma historia. La elección de fotogramas es maravillosa, así como la música y los diálogos, con especial mención a las conversaciones epistolares entre László y Erzsébet.

Sin embargo, todo cambia en la segunda parte. Tras un brutal ascenso que culmina con el encendido de luces de la sala de cine y la cuenta atrás de quince minutos del intermedio, la película toma una senda más complicada que no necesariamente la beneficia. Mientras que el inicio del filme narra el ascenso del arquitecto en un país muy alejado del fascismo europeo, su segunda mitad cuenta de manera irremediable el descenso provocado por el capitalismo estadounidense. Una capa que, aunque otorga mucha más profundidad a la trama sobre inmigración que protagoniza László, llevándolo a ser abusado por el capitalismo y conectándolo con los refugiados judíos que no consiguen escapar de las atrocidades, se vuelve muy tediosa de seguir e incluso se torna caótica. Esto no es a consecuencia de las casi cuatro horas de película, pues tiene un ritmo estupendo gracias al parón del intermedio, sino por las cuestionables decisiones tomadas. 

Hay una secuencia de la película en la que el protagonista apuesta por un techo más alto para el edificio que está diseñando. Son solo tres metros de diferencia que, para él, significan toda la esencia del proyecto. No obstante, pese a las problemáticas que le ponen para llevar su idea a cabo, László sigue adelante. Camina y deambula por el terreno sin la búsqueda de una complacencia mayor que la suya propia. Y es también así como actúa Brady Corbet para dar forma a una de las cintas más arriesgadas de la década. El director no se interesa por contentar al espectador, ni siquiera por resolverle las dudas que puedan ir afectando en su interés por la historia, pero esta indiferencia no es improvisada, lo que hace que su construcción pueda resultar amarga, pesada y sumamente atractiva a partes iguales. ¿Me apetecía que la película terminara debido a la irregular senda que estaba tomando, o quería seguir sumergido en ella? Todavía no lo tengo claro.

A pesar de su rareza, la segunda parte de The Brutalist regala la que será una de las escenas más importantes del año. Se la adjudica Felicity Jones, cuyo papel como Erzsébet es fascinante y lo honra con una declaración que cala muy hondo. A esa misma dirección apunta el epílogo, que critica el capitalismo pero, en esta ocasión, desde un punto de vista irónico y hasta satírico. El director, que se pasa toda la película abordando el sufrimiento de László Toth para transmitir el mensaje de que de poco importa el destino si el camino está lleno de horrores, decide terminar con un discurso capitalista que busca comercializar la vida de Toth: “No es el camino, es el destino”. Una incoherencia a la que recurre Corbet para denunciar un viaje que no le ha dado al protagonista la paz que tanto anhelaba.

En un momento en el que el cine se ve obligado a competir con las plataformas digitales, The Brutalist supone el efectivo golpe sobre la mesa que la decepcionante Oppenheimer pensó que había dado en 2023. No estamos ante una grandísima producción, ni siquiera ante una historia con mucha acción, y solo el tiempo dirá si estamos ante una película capaz de marcar una época, pero un dispositivo de casa jamás podrá hacerle justicia suficiente a una obra hecha para verse en la gran pantalla. Cargando con sus errores y sus desviaciones, la cinta deja disconformidad, recelo, descontento y, aunque parezca contraproducente, también la positiva sensación de haber recuperado un cine que parecía completamente extinto. 


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